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29 diciembre, 2011

LA RECREACIÓN INESPERADA

Día de nochebuena. Mi pequeña y yo ante una mesa que aunque escasa a nosotras se nos antoja maravillosa. La cena ha terminado y estamos en el sofá, abrazadas. Son más de las once y media, y el frío ya empieza a congelar las tuberías. El timbre suena sobresaltándonos, seguro que es algún vecino que necesita cualquier cosa. Le pido a mi hija que mire quien es desde la pequeña ventana lateral de la puerta.
-¡Mamá es un chico muy alto!- está emocionada.
Mi corazón se detiene un segundo, pero rápido vuelvo a pensar que será uno de esos vecinos que no conozco. Me acerco a la misma ventana y le veo. Enciendo la luz de la entrada y le pido a mi hija que entre, el frío es demasiado intenso. Su elegante figura, con las manos en los bolsillos y ese aire despreocupado que siempre parece tener, vuelve a sacarme una sonrisa. Le pido que pase. Cuando traspasa el umbral de mi puerta huelo su colonia, la que nunca ha dejado e usar, cacharel clasica. Una vez cierro la puerta, se agacha y roza mi helada mejilla con sus labios. Mi niña esta histérica en el comedor, se siente fascinada por aquel especie de gigante, a sus ojos claro, que acaba de invadir nuestro salón. Hago las presentaciones y el se pone en cuchillas abriendo los brazos, mi pequeña apenas sabe lo que hacer, hace demasiado tiempo que un hombre no permite un abrazo suyo. Se dan unos besos y los ojos de mi pequeña brillan.
-Mamá mira que alta estoy- grita ella entusiasmada, sin saber que esa altura se la proporciona el metro noventa y seis de quien la sostiene.
Finalmente nos sentamos todos, no quiero preguntarle nada, no delante de mi hija, así que nos dedicamos a mirarnos mientras vemos una película de dibujos en la tele. Nuestras miradas desean que pronto mi pequeña caiga rendida por el cansancio pero las horas pasan y eso parece no suceder. Tras unos juegos entre los dos, convenzo a mi pequeña de que es hora de irse a la cama. Son las dos de la mañana. Las luces del árbol se quedan pequeñas al lado de la luz que trasmiten sus ojos azul añil.
Tras asegurarme de que mi niña duerme vuelvo al salón donde la luz principal a sido apagada y tan solo se ve iluminada por las luces del árbol y su presencia, que vuelve a hacer que mi estómago se llene de pequeñas hormigas revoloteando. Ya se ha sentado en el sillón principal, me siento a su lado.
-¿Qué haces aquí una noche como esta?- le pregunto mientras mi voz sigue temblando cada vez que recuerdo nuestro último encuentro.
-Creo que nos debemos algo mutuamente, y ya es hora de que nos lo dediquemos.  
Conociéndolo sabía que podía ser cualquier cosa, pero por mucho que hubiese querido pensar jamás pensé que humanidad y sensibilidad llegase hasta extremos que me sorprendiesen. Saco de su bolsillo un pendrive, colocándolo en la rañura de mi tdt. Estaba totalmente desconcertada por su actitud, pero mi cara lucia una sonrisa constante. El extendió su gran brazo y me ofreció su mano, la agarre suavemente. Estábamos frente a frente, mi cara apenas llegaba a su pecho, y entonces supe lo que estaba pasando. Quince años atrás en esa misma situación, en la que por primera vez pude acariciar con gran esfuerzo su nuca, interrumpieron nuestro baile los cinco acompañantes que me habían puesto para que nadie me molestase. Pero en aquella ocasión era fin de año, yo había salido muy bien acompañada por los chicos de la pandilla, todos increíblemente altos y amables, me cuidaron como una reina. Él esa noche trabajaba en el pub del que era encargado, y allí es donde decidimos acabar la noche la pandilla. Cuando ya no quedaba nadie, él puso una última canción y extendiéndome la mano como en este momento, me había invitado a bailar, pero mis “guardianes” habían aparecido interrumpiendo ese momento. Cuando le dio al play y los primeros compases de Santana empezaron a sonar, me parecía increíble que incluso recordase la canción. Noté como poco a poco mi salón se trasformaba en aquella lejana pista de baile, volví a verme con mi vestido de satén negro y mi pelo perfectamente alisado… y a él con su traje informal gris perla. Agachó su cabeza hasta mi hombro y besándomelo levemente me susurró con su profunda voz: “Tu piel es aun más suave que el precioso vestido que llevas esta noche” y en ese mismo instante supe que iba a realizar una perfecta recreación de todo cuanto sucedió aquella noche, quince años atrás, incluso las mismas frases, los mismos movimientos… pero esta vez nadie nos interrumpiría, y así no quedaría inacabada. Ese era el regalo más maravilloso que podía recibir, pues me demostraba, que al igual que yo no había podido olvidarla. Pero aun quedaban más sorpresas aquella noche…. 

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