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Hacía tres meses que había aprobado las oposiciones como
enfermero del hospital comarcal y ese gran paso me había supuesto abandonar mi
ciudad de origen y sumergirme en una gran ciudad que me hacía sentirme aún más
solo. Con veinticinco años la ventaja más clara que le veía a la nueva
situación era que desde que había empezado a trabajar me había
acostumbrando a utilizar el trasporte
urbano como medio más rápido para llegar al trabajo.
Cada mañana en la estación de metro coincidíamos prácticamente
los mismos, pero lo que me pareció aún más curioso es que estuviese del turno
que estuviese siempre estaba en aquel anden una chica menuda que hacía en mismo
recorrido que yo, aunque curiosamente jamás había coincidido con ella en el
hospital. Empecé a sorprenderme a mi mismo buscándola con la mirada, añorando
su presencia cuando no estaba y observando cada uno de sus movimientos, lentos
y suaves, cada vez que rebuscaba algo en su abultado bolso.
Hoy es viernes, y por primera vez desde hace casi un mes,
voy a librar el fin de semana. Por una parte estoy contento, pero por la otra
me agobia pensar que estaré dos dias sin verla.
El ruido del metro, que antes me parecía insoportable, ya
era menos molesto para mis oídos. Cada día intentaba acercarme más a ella, que
siempre se sentaba con un libro en la mano esperando plácidamente nuestra
parada.
Su mirada grisácea era triste pero irradiaba una belleza
difícil de explicar, e imposible de olvidar. Nunca he sido cobarde, así que
decididamente de hoy no pasa que le diga algo.
Me siento a su lado, puedo notar el olor de su perfume,
sensual y embriagador. Durante dos segundos me paro a tomar aire, tan solo me
quedan dos paradas para dar el paso.
-Hola, creo que trabajamos en el mismo sitio. Soy Daniel.
Ella me sonríe tímidamente y cierra el libro poniendo un
dedo en forma de marcapáginas.
-Creo que si, soy Claudia.
El metro frena en seco. Me temo que nuestro trayecto a
tocado su fin, pero no puedo perderla ahora. Le pregunto si vamos juntos hasta
la entrada del complejo hospitalario y asiente con la cabeza. Estoy tan embelesado por la dulzura de sus
escasas palabras que ni tan siquiera escucho el claxon. A partir de ahí, tan
solo un golpe seco, el aire en bocanada sobre mi cabeza, y un sonido hueco tras
mi cabeza. Luego la oscuridad.
Hoy he abierto los ojos, y ella estaba a mi lado, con un
inseparable libro entre sus manos. Enseguida una tropa de médicos y enfermeras
me rodean, y dejo de verla. En cuanto mi garganta puede emitir un leve sonido
les pregunto que es lo que me ha pasado. Me informan de manera muy formal que
una ambulancia me ha atropellado a la entrada del hospital, y que he estado 15 días
en coma. Todos abandonan la habitación excepto una enfermera. Veo a Claudia
tras la cristalera, con lágrimas en los ojos y entonces me doy cuenta de que
ella también está herida. Le pregunto discretamente a la enfermera que es lo
que le ha ocurrido y me dice que sufrió el atropello conmigo y que a pesar de haberse
roto el hombro en el impacto había estado cuarenta y cinco segundos
reanimándome, hasta que consiguió que mis constantes volviesen. También me
contó en el oído que no se había separado de mi ni un segundo. Mis propios
pensamientos se han visto interrumpidos por la presencia repentina de mis
padres en la habitación. Mi madre se abraza a mí fuertemente, tanto que me
lastima. Mi padre, más comedido golpea mi hombre y se da la vuelta con los ojos
llorosos. Claudia ya no está tras la cristalera. Las horas parecen no pasar en
esta habitación confinado, necesito verla, volver a sentir su perfume sobre mi
piel. Se está haciendo de noche y me siento incompleto, el cuerpo empieza a
dolerme y tengo la sensación de haberla perdido para siempre. Las visitas se
iban marchando, y nos había traído algo de comer una enfermera diferente a la
anterior. No probé bocado. Pensé que ya había cambiado el turno y que mis
esperanzas de que Claudia volviese cada vez eran más escasas. Cerré los ojos
con la sensación de haber perdido a la mujer de mi vida…
-Me has dado un susto de muerte.
Su voz. Era su voz la que me hablaba y por un instante pensé
que estaba soñando. Quise levantar los brazos para acariciarle la cara, pero no
fui capaz. Le pedí que se acercase y con una suave voz hacerte a decirle
lentamente:
-Estoy enamorado de ti desde el primer día que te vi en
aquel andén. No me hubiese importado morir a tu lado. Mi sueño ya se habría
cumplido.
Me beso suavemente y ya no noté más dolores, tan solo el
sabor de fresa de sus labios.
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